Miguel Aranguren es un personaje
singular, un artista de difícil clasificación. Es conocido principalmente como
escritor y articulista, y en calidad de tal han sido sus últimas entrevistas en
los medios. Quizás sea esa personalidad de escritor la que impulsa su
curiosidad innata y le ha llevado a vivir las situaciones más rocambolescas,
preguntando incansablemente, no con un fisgoneo de corrala, si no con el
interés de quien trata de ahondar en lo profundo del ser humano. O quizás, más
bien, sea esa condición de eterno buscador de la Belleza la que le empuja, como
una necesidad interior, a transmitirla. Blanco sobre negro, en un trozo de
madera, o a través de la pintura.
Recuerdo que en una entrevista en
televisión con motivo de la publicación de alguna de sus novelas, creo que “La
sangre del pelícano”, a una pregunta de la entrevistadora Miguel respondía que él
no era un escritor católico. Se refería, sin duda, a que no es un escritor de
temas religiosos. Yo, sin embargo, no estoy de acuerdo. Miguel es una persona
de fe, plasmada dentro de la Iglesia en su compromiso como Supernumerario del
Opus Dei. Pero su fe va más allá. Está arraigada de una manera tan natural en
él que no es consciente de transmitirla ni en sus obras ni en su día a día; es
consubstancial a su persona. La propia búsqueda en el interior del hombre, la
búsqueda de la Belleza, también en la naturaleza, no es otra cosa que la
búsqueda inconsciente y constante de Dios y Miguel lo hace con la mirada de
quien está perseverantemente en Camino.
Eso es precisamente lo que ahora plasma
en la pintura y en sus magníficas tallas. El ojo del artista en la belleza de
lo Creado en cada una de las pinceladas. Sus pinturas sobre la naturaleza, sean
acuarelas o acrílico, son en sí mismas un compendio de Laudato Si’, una explosión de colores como alabanza inconsciente (el
uso del color que realiza con la pintura acrílica, me recuerda a la fuerza
expresiva de otro grande, Fabio de Miguel o Fabio McNamara. Si bien Fabio
transmite su propio camino interior desde la transgresión y el pop art hasta la
Luz, Aranguren lo hace partiendo de la serenidad absoluta). En otras ocasiones
es el ser humano el protagonista así como lo creado por el hombre, y nos lo
muestra con tal delicadeza y armonía de trazos y tonalidades que hace partícipe
al espectador de aquello que el espectador mira. Sus cuadros no son obras aisladas o
estáticas, sino que interactúan con quien las observa precisamente porque
Aranguren transmite y nos anuncia que somos copartícipes de la Creación, de tal manera que mirando sus cuadros uno reconoce la obra del Creador y se reconoce en ella. Sin
pretenderlo, sin ser consciente, casi nos hace rezar con San Alfonso: “Si escuchamos el cantar de los pajarillos,
preguntémonos: ¿Oyes cómo alaban estos animalitos a Dios? Y tú, ¿qué haces?”.
Sus tallas de madera son casi
iconos para la contemplación. Alguna de ellas es claramente religiosa y otras
aparentemente, no. Sin embargo todas transmiten algo inmenso: muestran al
hombre o a la mujer crudamente. La dureza del paso del tiempo hecha casi
historia de la humanidad; la dureza del paso del tiempo con la misma belleza y ternura de
quien, sin saberlo, a cada golpe de gubia, va diciendo “loado mi Señor”.
Miguel Aranguren es un artista completo
que próximamente, casi veinte años después de su última exposición, comparte
con todos su obra pictórica y escultórica. Del 8 al 16 de mayo en La Industrial,
en la calle San Andrés 8 de Madrid. Apenas tres meses después de haber
regresado de pintar murales en dos iglesias de Kenia, nos ofrece la oportunidad,
al alcance de la mano, de acercarnos a una exposición que muestra la madurez y
solidez de un artista en constante crecimiento.
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