Leo la noticia de que han encontrado a una pareja de ancianos,
de 92 y 81 años, fallecidos en su domicilio. Llevaban aproximadamente un mes
muertos… Han sido los malos olores los que hicieron que los vecinos llamaran al
112.
Desconozco si tenían familia o no, pero sí tenían vecinos. De
no haber sido por los olores podrían haber pasado años.
Me produce una tristeza inmensa. Pienso en sus sufrimientos,
en sus desvelos, en las ilusiones que habrán tenido a lo largo de sus vidas. Y
nadie les ha echado en falta. El uno junto al otro. Sostén mutuo hasta el
final, pero solos; han muerto solos.
No acierto a imaginarme que alguien pueda abandonar,
arrinconar u olvidar a sus mayores. Pero tampoco comprendo que nadie lo haga
con sus propios hijos, nacidos o no. Una sociedad deshumanizada a esos niveles,
que es incapaz de acoger el agradecimiento a lo recibido, que desprecia la vida
hasta ese punto. Una sociedad que reniega del propio ser humano se niega a sí
misma. El “yo” como dios y, a partir de ese “yo”, todo vale para satisfacerle,
a costa de todo y de todos.
Los finales de ciclo siempre tocan el inicio de otro. Aunque
esa sea una parte de la realidad, cada vez que un niño nace se genera esperanza.
Prefiero fijarme en la esperanza porque también mañana nos visitará el sol que
nace de lo alto.
Esa esperanza no puede ser producto de la inercia. ¿Soy capaz
de generar esperanza en los demás? A veces me pregunto, con tanta gente buena
que el Señor ha puesto y pone en mi camino, con tanta gente que me lleva a
reconocer a Cristo en ellos, si yo en algún momento, en alguna ocasión, he sido
capaz de ser un nano reflejo del Amor de Dios. La intención cuenta a los ojos
de Dios, sin embargo los hombres estamos más hechos a la efectividad…
Pienso en esos ancianos y no pienso en mí, lo hago en mi
madre, lo hago en mis hijas. La educación de los niños –no me refiero ahora a
la escolar o académica- es fundamental para la rehumanización de la sociedad;
los padres tenemos la obligación y la responsabilidad de educar personas
responsables, conscientes, sensibles, firmes, solidarias. Tenemos la obligación
y la responsabilidad de ayudar a que florezcan y se desarrollen sus dones, de
que ellos mismos sepan reconocer dones y puntos de mejora pensando no tanto en
el yo como en el otro. Descubrirse a sí mismos para abrirse al mundo; saber
mirar a lo Alto y andar descalzos.
Pienso en esos ancianos y veo que la vida por aquí no es más
que un rato. Es una fase que pasa pronto. Hacer el bien permanece; el bien es
una fuerza poderosa. El cara a cara con el Redentor nos enfrenta al regalo de
la salvación, y su aceptación depende del gerundio de este rato por aquí.
Pido por esos ancianos en concreto y por todos aquellos que
mueren solos en cualquier lugar del mundo; que María salga a su encuentro y
gocen de la visión de Dios por los siglos de los siglos.
Os dejo con esta perla de Amoris Laetitia sobre los
ancianos:
“191. «No me rechaces
ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones» (Sal 71,9). Es
el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio. Así como Dios nos
invita a ser sus instrumentos para escuchar la súplica de los pobres, también espera
que escuchemos el grito de los ancianos[211]. Esto interpela a las familias y a
las comunidades, porque «la Iglesia no puede y no quiere conformarse a una
mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y desprecio, respecto
a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de
hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad. Los
ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que estuvieron antes que
nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla
por una vida digna»[212]. Por eso, «¡cuánto quisiera una Iglesia que desafía la
cultura del descarte con la alegría desbordante de un nuevo abrazo entre los
jóvenes y los ancianos!»[213].
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