“Él sabía
quién lo iba a entregar, y por eso había dicho: No todos vosotros estáis
limpios.” Jn 13,11
Un infiltrado en sus filas, Jesús sabía que había uno, y
quién era. Lo sabía y compartió el pan en la Última Cena. Judas era ya
el pecador que entregaría a Cristo aunque aún no hubiera perfeccionado el
contrato, y el propio Cristo, sabiéndolo, lo sentó a la Mesa.
Infiltrados los hay también hoy en la Iglesia. Infiltrados
los hay también en los campos de refugiados. ¡Claro que los hay! No creo que
nadie dude de eso. Y por supuesto que es labor y obligación de los Gobiernos y
los Estados proteger y defender en primer lugar a sus nacionales. Es una
obligación natural y no deberían hacer dejación de su cumplimiento. Pero su
cumplimiento no habrá de ser obstáculo para dar satisfacción a los Derechos
Humanos de quienes huyen de la guerra, la barbarie y una muerte segura; aunque
haya infiltrados entre ellos. Conjugar ambas obligaciones compete a quien
compete, y en las democracias los elegimos nosotros. El pasado día 16,
festividad de San Gerardo Mª Mayela, en Budapest se ha estado homenajeando a
Ángel Sanz Briz, un diplomático español, Justo
entre las Naciones, que durante la Segunda Guerra mundial salvó a unos 5200
judíos en la Hungría ocupada. Conjugó bien, muy bien; arriesgando su vida. No
miró para otro lado ante el dolor de tantos y comenzó expedir pasaportes
españoles a los sefardíes húngaros. Lo hizo en virtud de un Real Decreto del
directorio de Primo de Rivera de 1924 que no había sido derogado. Eso al
principio, porque acabó haciéndolo a cualquier judío perseguido. Eran personas
perseguidas; punto. Un cristiano arriesgando hace no tanto en el mismo país que
hoy cierra fronteras.
Natural es para todo sacerdote, profeta y rey, para todo
bautizado, seguir el Evangelio con la palabra y con el ejercicio diario de la
Vida. Dar cumplimiento al Evangelio supone también acoger y alentar la acogida
al extranjero, dar posada al peregrino, agua al sediento, pan al hambriento,
vestir al desnudo, consolar al triste... …ser misericordioso y limpio de
corazón. Y hacerlo sin preguntar ni de dónde vienen ni adónde van. No es
simplemente una obligación más o menos abstracta de la Iglesia, lo es concreta
y de todos y cada uno de quienes la formamos. De no hacerlo seremos los más
grandes hipócritas. ¿O no?
¿Infiltrados? Los hay, los habrá. ¿Porcentaje? Ni idea, pero
son muchos más aquellos perseguidos. Hombres huyendo buscando nuestra ayuda. No
me pregunto ahora por qué no se deciden a acudir a otros países de cultura
similar o idéntica religión. La realidad es que llaman a la puerta de casa; de
la nuestra.
¿Quién llama a la puerta de casa?
Mateo 25, 35