Hoy es 27 de junio, festividad de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, y mi madre cumple ochenta años. Para un hijo abstraerse de su
propia historia y mirar a su madre con objetividad es casi imposible. Cuando
desde esa perspectiva la miro, veo a alguien que encarna la personificación
del ser y el deber ser con una naturalidad sorprendente y admirable.
Su mayor desvelo es, sin duda, su Familia, de un modo
amplio, extenso y generoso hasta el extremo. Mi madre no ha sido simplemente
hija o esposa; no es simplemente madre o abuela. Como tantas mujeres discretas,
su Vida es un regalo a los demás. Como tantas mujeres, como tantas madres,
primero están los demás, y luego, mucho después, está ella misma. Un camino
firme y sereno, precisamente porque conoce el Camino y confía en el destino
final.
Todo lo que yo pueda decir es nada cuando sencillamente la
miro como un hijo a su madre. La miro así y no veo más que Amor, y yo soy un
niño y ella mi Madre. Veo a esta jovencita de ochenta años y se que siempre ha
tenido un ventanuco abierto en el corazón de sus hijos por el que siempre ha
sabido, siempre sabe… y eso le hace gozar con nuestras dichas, y eso le hace
sufrir con nuestros errores y dolerse con nuestros dolores. Los vientos del
tiempo han ido horadando su piel, pero no han podido con su mirada ni con su
sonrisa. La entrega y la adversidad no han hecho sino engrandecerla. La miro y
sigo siendo un niño y ella una joven madre. Creo que algo así le pasará al
Señor de los tiempos, que conoce realmente nuestro corazón.
Hoy, Señor, quiero darte las gracias por mi madre; hoy
Señor, te doy las gracias por su Vida y te pido que nos la regales muchos años
más.