Qué maravilla el Evangelio de hoy; cansados y agobiados y Él
nos aliviará. Qué maravilla experimentarlo, sí, con el cansancio y el agobio
para ser aliviado por Él. Quien lo haya sentido así tendrá la necesidad –sí,
necesidad- de que todo el mundo sepa que puede recurrir a Él, que está a
nuestro lado para aliviarnos.
¿No le vemos? ¿Seguro? En esa sonrisa inesperada, en el
saludo de buena mañana de un vecino en el ascensor o en la oficina, en quien
nos tiende la mano o nos ofrece su hombro, su tiempo o su cartera. Porque ahí
está también Él, en cada uno de ellos. Caminarán a buen seguro con su propia
cruz, pero con ellos están Él y su Amor; el Amor aligera sus cruces y les
impele a sonreir, saludar y ofrecer manos, hombros, tiempo o cartera. Las
cruces son menos amando, y amando, olvidándonos de las nuestras, ofreciéndonos,
vemos que su yugo es llevadero y su carga ligera.
Sólo el Amor es capaz de transformar al irascible en manso y
al orgulloso en humilde. Es sólo amando que amamos. No es cierto que no podamos
acabar con los males del mundo, pero no lo haremos jamás sino comenzamos por
los propios y los cercanos; y los cercanos hoy también están a golpe de tuit al
otro lado del mundo porque hoy el otro lado del mundo es también el nuestro. Lo
único que no se consigue es aquello que ni se intenta. Porque no se trata del
tropezón aislado o reiterado, se trata de la actitud que tomemos en nosotros y
en el mundo, se trata de nuestra propia opción voluntaria: amar o no hacerlo.
Yo le he encontrado en el hermano en cada una de las
actitudes que describo arriba. ¿Cuáles son las mías? ¿Cuál es mi opción? ¿Han
visto mi sonrisa, mi saludo, mis manos, mis hombros, mi tiempo o mi maltrecha
cartera? ¿Han encontrado al Señor en mí, en mi vida, en mis actitudes? Porque
el corazón no siempre está en el pecho, bien protegido por la caja torácica, el
corazón está en las yemas de los dedos que teclean, en los ojos que miran, en
los labios que sonríen, en la boca que habla, en los oídos que escuchan, en las manos que se tienden, en
la cartera abierta; el corazón está latiendo en el tiempo que ofrecemos; el
corazón está en los pies que siguen las huellas de Cristo. Porque el corazón
está realmente vivo cuando lo donamos, sino es sólo un músculo.
Vayamos a Él. Le tenemos en la Oración, la compartida y
aquella en la que el silencio se hace conversación acompasada del latido propio
al Corazón de Cristo; le tenemos en las manos sobre nuestra cabeza acercándonos
el perdón en la Reconciliación; le tenemos real, físicamente real en la
Eucaristía que “no es un premio para los
perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles” (EG 47).
Ahí le tenemos siempre, en la Eucaristía como alimento y remedio, como Dios
vivo a quien Adorar y dirigirnos. Nos espera en casa, en el trabajo, en la
calle, en nuestra esposa, en nuestros hijos, en el amigo, en el hermano, en el sacerdote, en el Sagrario, en el altar. Nos espera en el cansado, agobiado, débil, hambriento, torpe, triste, asustado, solo, pecador. Nos espera; cansados, agobiados, débiles, hambrientos, torpes, tristes, asustados, solos, pecadores. Siempre nos espera.
Vayamos a Él, que en Él está la
Redención copiosa.
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