Hay rachas raras, durante
las que no sé muy bien si uno no oye porque no hay más que silencio o porque
sencillamente se predispone a no escuchar; arideces durante las que o uno simplemente
no es visto, tal cual, o porque decide, sin hacerlo, apartarse de Su mirada. Son
tiempos en los que sientes y entreves que el infierno, más que fuego, puede ser
el frío inevitable de la nada: helador horror
vacui.
Pero sigues adelante, caminando
y descubriendo que aunque todas las líneas son rectas no todos los caminos lo
son, que, a veces, un zigzag es el mejor sendero para sortear obstáculos y
llegar salvo. En gerundio, siempre en movimiento. Pero con frío.
Y un día, en medio del ruido,
aterido, eres consciente de que lo importante es que continúas caminando,
buscando, perseverando… En ese momento paras. Paras porque comprendes que únicamente
la fe te mantiene en movimiento, y en virtud de la fe, decides coger a San Alfonso
de la mano, llevarle a que te acompañe a visitar al Santísimo (como si necesitaras compañía para
eso) y hablarle, casi exigirle… y nada. Pero ahí te quedas, roto por el
silencio, y frío. Simplemente contemplas…
…Ahí te quedas en lo que
parece un interminable tiempo perdido… en el que por no sentir ya no sientes ni frío. Y, sin
venir a cuento, ves una mano de la infancia que agarra la tuya, ves imágenes de
un país devastado y niños sonriendo, indigentes tratando de refugiarse del frío
real cualquier noche en tu propia ciudad; te ves a ti mismo en gerundio esos
tiempos de secano, tus manos; resuena cada una de las palabras con sus énfasis y entonaciones de las únicas cinco conversaciones
en una inexistente habitación acristalada, cada uno de los silencios; la lucha incansable de tu mujer, los
ojos de tus hijas. Es sólo un instante, en el que el rostro se torna rojo por
tus exigencias y, ahora sí, como aquel Alfonso anciano, enfermo y casi ciego a
los pies del Sagrario decía “Jesús ¿me oyes?”… repites con él humildemente “¿me oyes?”...
Esa lágrima que lentamente se
desliza por tu mejilla te devuelve por contraste el calor; esa llamita
imperceptible que te mantuvo en gerundio va calentando poco a poco de nuevo,
aumentando la intensidad de manera constante.
¿Que si te oigo? ¿Que si te veo? ¿Qué crees que te ha traído hasta aquí?... anda, pregúntate
más bien si me ven y me oyen en ti, y procúralo.
Ya calentito uno recuerda
con vergüenza la oración al Cristo del Calvario de Gabriela Mistral. Con vergüenza
pero sonriente, con la confianza de que, aunque tiritando, siempre acabaré ante
un pedacito de Pan.