El Evangelio de hoy (Mateo 10,34 – 11,1) es tan actual como
cualquier otro pasaje evangélico. Puede parecer una contradicción que Jesús nos hable
en esta ocasión de que no ha venido a sembrar paz, sino espadas; puede parecerlo, pero no lo es. Realmente no
viene espada en mano, todo lo contrario. Es una muestra de la absoluta libertad
que nos da de acoger o no su Buena Noticia. Una experiencia, una realidad y un
anuncio que sin duda nos “complica” la vida.
Ni en su propio contexto histórico y social, ni en los
actuales, es algo fácil. Ha venido a presentar su opción de Salvación, de Redención
para todos; una opción de Amor sin cortapisas. A Dios, a uno mismo y al
prójimo. Una opción que tras ser descubierta y vivida en un encuentro personal
con el Señor, se transforma en una necesidad. Los esquemas varían porque varía
la mirada sobre la realidad; varía la percepción de la realidad y, por lo tanto
nuestro propio actuar. La opción, su propuesta, se eleva en una necesidad
vital. Uno no se calla; uno actúa; uno cambia. No es que se comience a vivir de
una manera distinta, es que se empieza a Vivir. Se nace iluminado por la
Palabra. De opción o propuesta a necesidad.
Hoy, igual que entonces, no se entiende bien. No se entiende
por muchos tibios, por muchos “cristianos viejos” nominales, no se entiende por
agnósticos, no se entiende por ateos, no se entiende por indiferentes, no se
entiende por los que se van sumiendo sutilmente en la increencia. Cada uno en
su entorno propio encuentra sus barreras y sus incomprensiones.
No es la espada, no, es la Redención lo que nos sigue
ofreciendo, su propuesta de Amor absoluto e incondicional. Y continúa con el
escrupuloso respeto a la libertad individual para aceptar o no esa propuesta de
Eternidad; de felicidad, pero de la de verdad, de la que se alcanza en plenitud
solamente al cruzar el umbral, la puerta estrecha.
Es al aceptar la propuesta, al seguirle con firmeza a pesar
de las dudas, cuando comienzan a aparecer recelos e incomprensiones. No
siempre, pero suelen ser habituales al menos de manera inicial. No prescindir
de ellas, sino abrazarlas como Cruz personal, en el fondo refuerza. En lugar de
debilitar, o quizás porque en cierto sentido nos hacen débiles, nos fortalecen.
Derribas muros bienpensantes, tambaleas micro estructuras bien cercanas,
cuestionas, replanteas conceptos. Es cierto que, a medida que te ven feliz,
algunas de las reticencias se vencen; incluso hay quien puede seguirte. Otros
muchos comparten tu realidad.
Cuando le recibes y se convierte en el centro de tu Vida,
todo cambia. Y esto puede ocurrir tras largos años de tibieza, de catolicismo
nominal. Cuando el encuentro tiene lugar en una persona casada, cuando la
convulsión interior se produce en un miembro del matrimonio y no en el otro
viene también la espada. Cuando la convulsión, la llama, alienta a ambos, llega
a la plenitud la casa asentada sobre Roca, la familia creada para que se
bendiga su nombre. Eso es toda una gracia, un gozo inmerecido. Un gozo, un
compromiso. Una renovación en el matrimonio como misión, compartida e individual.
No por ello se es mejor ni peor que nadie; compromete, empuja, implica y exige.
Tomar cada uno su propia Cruz, los dos la de ambos y seguirle.
Yo he sido bendecido con esa gracia, con ese gozo inmerecido.
Como tantos otros que a diario ven renovada su fe y la visión del mundo; tantos
otros que recibiéndole a Él reciben a Aquel que le envió.
En el entorno cercano los hay que se extrañan, los hay a quienes les resulta indiferente, los hay que se molestan, los hay que
preguntan. El pasado sábado por la noche hubo quien me preguntó directamente: “Pero
tú ¿qué tienes que ver con los Redentoristas?” Cuando empezaba a contestar
(como soy yo, en plan ciclón arrollador) escuché una voz que decía: “Lo somos
los dos; yo hablo menos, pero lo somos los dos”. Y mientras escuchaba el final de
la frase, mientras me volvía mirando embobado a mi mujer pronunciar las últimas palabras,
le daba gracias a Dios por ir scalando en esa Familia.
¿Espadas? ¡Venga ya!
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