Esta mañana he amanecido con la siguiente frase de San
Alfonso Mª de Ligorio, de las que casi a diario tuitea mi parroquia, @parroquiaps: “¿Para
qué quejaros de éste o de aquél cuando os habríais de quejar de vosotros mismos
por mostrar tan poca confianza y paciencia?”.
Anoche yo me había acostado contento porque, por fin, tras
ocho días en el Hospital Infantil Universitario Niño Jesús, mi hija mayor se
había recuperado y los cuatro ya estábamos juntos en casa. La pequeña ya no “tenía
que imaginar que su hermana dormía en la cama de al lado” para conciliar el
sueño. En principio todo estaba en orden. Aparentemente.
Sólo aparentemente, porque yo no estaba satisfecho. Largas “completas”;
largas, profundas y duras “completas”. Y amanezco con esa frase como una
bofetada. Tengo un amigo sacerdote al que le gusta decir –y no le falta razón-
que con el pecado es mejor no innovar. Y voy yo y ¿qué hago al respecto? Ni más
ni menos que ponerme a innovar; tal cual.
No sé si es así la condición humana, o simplemente la mía.
Parece que cuando vas perfilando aspectos, limando errores, te tambaleas y
aparece una nueva arista. Y ha tenido que ser justo esta. En otra persona puede
que sirvan justificaciones psicológicas por la tensión, la situación o lo que
se quiera argumentar (demasiadas veces se “utiliza” la psicología como
justificación cuando no pasa en otras tantas de ser una mera excusa). En mí, en
este caso concreto, no cuela. No cuela porque en las situaciones que se me
escapan me pongo en Sus manos y… ¡lo que venga!
Si ya lo dijo el propio San Alfonso, que “más vale
equivocarse pensando bien que acertar pensando mal”, aunque aquí creo que más
bien subyace aquello de juzgar…
Creo que no ha sido ni siquiera falta de confianza. Ha sido
más bien la aparición del orgullo: “yo”; “mi” hija; “mi” mujer; “nuestro”
amigo. El orgullo que todo lo enturbia. El orgullo que me parece de lo peorcito
de los pecados. Ya sé que no he matado a nadie; y espero no haber matado algo.
El orgullo que ofusca la razón, disipa la empatía, inclina al juicio y te lleva
a darte un monumental golpetazo. Lo peor es que casi se convierte en una bomba
racimo, porque mi orgullo puede generar rabia en terceros, y la rabia enturbiar
el corazón.
¿Y por qué lo cuento? Bueno, lo primero porque normalmente
carezco de ese tipo de orgullo insano, y desde luego no lo tengo para mis
defectos. Pero, sobre todo, porque es una estupidez de tal magnitud que quizás
alguien pueda verse reflejado y, antes de pisar una piel de plátano similar,
puede que se lo piense dos veces; puede que en lugar de quejarse “de éste o de aquél” se queje de sí
mismo antes de mostrar poca confianza y paciencia. Si así es, piénsatelo bien antes
de hacer daño a otros y a ti, antes de verte como un orgulloso errante en busca
de unas manos sobre tu cabeza.
Y a por ellas voy… aunque en esta ocasión bien me merezca,
además, un capón. Por orgulloso, sí, pero sobre todo por tonto.
En fin, me voy a quedar con lo que decía Agustín de Hipona de que ni hay Santo sin pasado ni pecador sin futuro. Un maravilloso futuro que compartir.
En fin, me voy a quedar con lo que decía Agustín de Hipona de que ni hay Santo sin pasado ni pecador sin futuro. Un maravilloso futuro que compartir.
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