Recuerdo que de pequeño, y de jovencito y de un poco más mayor tenía en un lugar de mi habitación, colocadas con chinchetas, una estampa del Sagrado Corazón, una de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (regalo del P Colinas en mi Primera Comunión) y otra de San Alfonso (regalo del hermano Esteban), a las que uní como con catorce años una de Jesús Resucitado y sonriente extendiendo una mano. Aún quedan las marcas de las chinchetas.
Me gustaría poder conservar el día de mañana el mueble con sus marcas porque es mucho más que eso. Cada marca conserva las marcas y la historia de un chaval cualquiera. Pero queda mucho más: el mismo Enrique tomado de la mano del Redentor; un niño que ya no es rubio, con menos pelo, gordo y barbudo pero que se siente igualmente acurrucado en los brazos de María; un individuo cualquiera que no ve a un Santo en un papel, un hombre que conoció y quedó cautivado por la vía abierta por San Alfonso. Quedo yo, como cada uno de nosotros, latiendo en el corazón de Cristo.
El niño perdió el miedo, se le desató la lengua; al niño que de niño no usaba gafas, de hombre se le abrieron los ojos. Un día cualquiera hubo una alegría en el cielo.
Ese chiquillo podría quedarse, como entonces, simplemente adorando embobado al Corazón de Jesús, contándole sus cuitas y descansando silencioso en María. Pero hoy es un hombre, y lleva el corazón lleno de gente y sus historias; sufre con ellos, se alegra con ellos. Un hombre que cae y se levanta, feliz, con dudas y con certezas. Un hombre que se encontró con ese Redentor que le tendía la mano y la agarró sin querer soltarla jamás. Y cuando te encuentras con Él simplemente no te puedes callar; no es algo pensado, es que sale del propio corazón contarlo y compartirlo. Sale de una manera espontánea que sea la propia mano la que se ofrezca como si fuera la del Resucitado. Ni se quiere ni se puede evitar. Ofrecer lo poquito que impulse nuestro corazón para que otros sientan el Corazón de Jesús.
El “problema” es que todo se ve diferente. Un grandioso “problema”. Hoy me gustaría que todo el mundo supiera de la sobreabundante Redención; que todo el mundo viera, como yo, Su Corazón en un pedacito de pan; que lo vieran latiendo en el pecho de todos esos sacerdotes, otros Cristos, que nos lo hacen físicamente real en la Eucaristía ; que lo vieran latiendo en cada parado, en cada niño desnutrido, maltratado; que lo vieran en los trabajadores oprimidos y en los empresarios que se esfuerzan por crear justamente riqueza y empleo; que lo vieran en el diminuto corazoncito que late en una incubadora cualquiera; que lo vieran en el corazón de cada criatura que no llega a nacer, y en el de cada anciano en soledad; que lo vieran latiendo en cárceles, prostíbulos, parquets, colegios, arrabales y lujosas avenidas; que lo vieran, que lo vieran de verdad latiendo en el corazón de tantos indigentes y en el de tantos voluntarios que los socorren; que cada marido lo viera latiendo en el de su mujer, cada mujer en el de su marido, cada padre en el corazón de cada uno de sus hijos.
Esta tarde, en misa, en mi parroquia, me abrazaré físicamente al Corazón de Jesús al comulgar. Pero creo que el mejor acto de amor que le puedo ofrecer es tratar de mostrar precisamente eso, su Amor, y hacerlo día a día. Yo seguí el cayado de un pastor y me encontré con un rebaño numerosísimo y feliz, y con muchos pastores más.
Animaos. Cada oveja encuentra su rebaño y su pastor. Cuando uno se desperdiga o sale el pastor a su encuentro o alguna de las ovejas ayuda a recobrar el sendero. Y todos, pastores y ovejas latimos en el Corazón de Jesús.
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