“Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os proclamé y que vosotros aceptasteis, y en el que estáis fundados y os está salvando”. Con estas palabras iniciales de la Pri mera Lectura de la festividad de los apóstoles Felipe y Santiago, el vehemente Pablo se dirige a los Corintios. Puede ser una tontería, pero cuando lo he leído en lo primero que me he fijado ha sido en una obviedad, en que proclamó el Evangelio.
Esto me ha hecho pensar en los apóstoles, en todos aquellos de los tiempos de Jesús que proclamaron la Buena Noticia redentora, quizás en pequeños grupos; en todos los discípulos y en los seguidores que se iban sumando y que, a su vez, iban proclamando ese mismo Evangelio de Salvación. Y yo me pregunto: "Enrique ¿qué lugar habrías ocupado de haber escuchado en esos primerísimos años tras la Resurrección, en el nacimiento y formación inicial de la Iglesia de Cristo, tamaña Noticia?"
Pues quiero pensar que el que ocupo hoy, el de un padre de familia –también vehemente- que, con su mujer y junto, a ella no simplemente trata de educar y transmitir la fe a sus hijas, sino que la vive con ellas, en una Comunidad cristiana concreta, en el trabajo, andando por la calle..., en el mundo. Un vehemente, enamorado de Cristo, transformado por la realidad de la sobreabundante Redención que, en ocasiones es un poco torrente y en demasiadas ocasiones torpe. Veo algún paralelismo más, porque recientemente he vivido una situación cotidiana, intranscendente a primera vista, pero que se convirtió en algo así como una reducida reunión alrededor de uno de los Apóstoles. Varios hermanos unidos en Cristo y de una misma familia escuchando un Evangelio vivo del siglo XXI; no me refiero a la Palabra , no hablo propiamente de un texto de los Evangelios; me refiero a la expresión, plasmación y praxis real de un Evangelio vivido por alguien asimilado a Cristo de tal forma, que la propia fe individual, lejos de verse empequeñecida, se ve alentada, fortalecida y engrandecida en una diminuta comunidad. Un grupo afortunadísimo de personas, un sentimiento de familia en torno a uno más de nosotros sí, pero no simplemente uno más. Ahí estaba el Señor y todo era por él y en el Señor; y todos formando parte, siendo parte, scalando en Familia. No hacía falta ni siquiera tratar de trasladarse a hace más de dos mil años; no, no hace falta.
Nuestro tiempo es aquel en el que vivimos, ese es el realmente importante e imprescindible. Nuestra historia, que se ve transformada por el Único que es inmutable, no es simplemente nuestra; no lo es porque es compartida y de ella depende en mayor o menor medida cómo sea la historia de los demás. Nuestra historia sí puede cambiar el mundo; puede hacerlo cada día y a cada momento. Hoy, en nuestro tiempo, en nuestro mundo, no es que podamos, es que tenemos que ser como uno de aquellos discípulos o seguidores de hace más de dos mil años. Los tiempos cambian, cambian las personas, pero la Verdad permanece y, para quienes hemos tenido el gozo de experimentar la acción real del Espíritu en nuestras vidas, es una necesidad y una obligación contarlo; contarlo de manera explícita y no hay forma más explícita que nuestra propia vida.
Contarlo a todos. Y yo lo hago también por estos medios, por qué no. La historia importante es la que cada uno desarrolle en el lugar del mundo en el que se encuentre, porque en cualquier lugar del mundo se ha de saber que Él resucitó y que la Redención Sobreabundante es para todos. Que todos se sientan igualmente Amados, porque todos somos Amados por igual.
Juan nos recuerda en el Evangelio de hoy las palabras del propio Cristo: “…el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores”…/… “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré”. Así que creamos, pidamos y contémoslo.
Transformados y resucitados cada día, cooperemos para hacerle a Él presente en nuestro mundo. Abrazados a nuestra cruz y llevando como cireneos la cruz de nuestros hermanos, claro; pero sonriendo por la Redención y tratando de llevar un poquito de su Luz.
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