Viendo las caras de mis hijas hay veces en las que me
gustaría ser un niño de nuevo. Las sonrisas abiertas, la expresión de sorpresa,
de curiosidad; la fuerza, la franqueza; seguridad descubierta y miedos que
buscan cobijo; el sentido del humor, la sencillez, la falta de prejuicios; unos
ojos que absorben el mundo; un corazón que se asoma al balcón de su mirada y se
deja empapar como una esponja. ¡Esa ilusión!
Envidiable, la verdad. Aunque, en el fondo, procuro aprender
con ellas tantas cosas que me siento también un poco niño. Enseñarlas a ir
creciendo supone en muchas ocasiones soltar lastre, vaciarse, reaprender,
corregir errores; sentar bases que muestran cómo hay bases que hay que derribar.
Dejarlas que vayan siendo ellas mismas, firmes y flexibles, es en sí mismo un
ejercicio de autodepuración, porque puede traer como consecuencia descubrirse a
uno mismo. Mirarse a uno mismo con misericordia y sorprenderse. Y comprender.
Verme con esos ojos acercarme a Dios, con la sorpresa de un
niño, la confianza de un niño, la franqueza de un niño; presentarle mis miedos
en busca de cobijo y dejarme empapar; con la fe de un hombre y la confianza de
un niño. Es hermoso.
Educar a los hijos es una oportunidad de comenzar de nuevo,
no para proyectarnos en ellos, sino para hacernos niños, observarnos y
recomenzar. Descubrir cimientos que hay que derribar es como contemplar la certeza
de que no hay más cimiento que Él, y eso me hace firme. Descubrir la certeza de
que todo se resume en el Amor me lleva a contemplar con asombro que también soy
flexible.
Hacerme niño de ese modo, afianza al hombre. Y me hace
comprender.
Gracias Enrique.
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