Cuando en una representación teatral uno se acuerda de la extraordinaria
riqueza de la liturgia que, en sus variantes, no es más que una vía para acercarnos
el Misterio y siente con dolor cómo la realidad se difumina entre el omnia
vanitas, el sí pero no y la representación deja lugar a tanto yo ahogando al
Humilde, puede ser uno mismo quien se ahogue y abandone la platea.
Hay épocas en las que uno no es que no debiera ir al teatro,
sino que debe elegir bien cuáles son las obras que va a ver (y, desde luego, jamás subir al escenario sin conocer el libreto), porque de lo contrario
se puede dejar arrastrar por el sinsentido de una forma brusca e inmisericorde.
Actor, director, guionista, abogado, taxista, recogepelotas o ministro, no se
puede ser todo a la vez y al mismo tiempo, hay que elegir.
Pero como no estamos en épocas de ficciones, sino más bien de
ir a la Esencia, un comentario anecdótico en una profunda conversación con alguien
querido o una inocente conversación con una cuñada hacen que a uno le venga a
la nariz el olor a Nenuco entre pajas. Y ese corazón que tenía preparado para
acoger y que de manera inesperada y súbita quedó encogido, se esponje de nuevo,
abrace y se deje abrazar. Y es curioso, porque en el abrazo abrazamos, y
abrazando nos abrimos a la misericordia a nosotros mismos y a los demás.
Hoy iremos los cuatro a misa de nueve a PS para, por fin, adorar al
Niño; estamos deseando que llegue la hora. Ya nos dijo San Alfonso María de
Ligorio “almas venid a amar a un Dios hecho niño y hecho pobre, que es tan
amable que bajó del cielo para entregársenos por completo”. De eso se trata, de
Amar; y dejarse Amar.
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