“Resignación”, “encarar”, “afrontar”, “sobreponerse” son palabras que he estado escuchando o leyendo mucho estos días, referidas a la muerte. La verdad, no van conmigo en absoluto. Se agradece la intención, eso sí.
La muerte se Vive tanto como se alcanza la Vida tras ella. En la muerte se acompaña, y el dolor o la pena no empañan para nada la alegría. ¿Contradicción? Quizás. Pero es como yo he vivido la muerte de mi padre que en paz, y con una enorme placidez durmió en los brazos de María para despertarse en los del Padre. Arrodillado mientras dirigía la Recomendación del Alma, la Letanía de los Santos, la Letanía de los Ángeles. Pena y dolor; alegría y satisfacción por la manera en que llegó a su último destino. Tristeza y gozo porque se enfrentó cara a cara con su Redentor; oración para que goce de la contemplación de Dios por los siglos de los siglos. Nacer cuesta, morir cuesta. Son procesos normales, y ambos han de vivirse con normalidad. La fe marca la diferencia, sin duda.
Porque la muerte se Vive, y creo que hacerlo con naturalidad es la mejor opción. Sin dramatismos. Sé que yo soy un privilegiado por la fe, y también por el ejemplo indescriptible de mi madre. Me siento contento de cómo lo han vivido mis hijas. La Misa de Alma en casa de mis padres, junto al P Marra-López, leyendo la Primera Lectura y el Salmo, contemplando frente a mí a mi madre, mis hijas, mi mujer, mis hermanos y mis sobrinos a los pies del féretro de mi padre, en el lugar donde tantas comidas familiares hemos compartido, fue también algo gozoso, por muy envuelto en pena que estuviera. Con naturalidad, con normalidad, con tranquilidad, con fe. No puedo dejar de destacar con mayúsculas la cercanía y la bondad de este extraordinario Misionero Redentorista que es José Luis Marra-López, Superior de la Comunidad de Santander.
La normalidad del tránsito, la normalidad de la vida. Normalidad al escuchar a mi hija mayor, de siete años, hablar con su hermana, de cinco, sobre que lo que había ahí adentro no era más que el cuerpo de su abuelo, porque lo que de verdad era el abuelito, su alma, ya estaba en el cielo.
Una muerte que ha sido una bendición, un ejemplo.
Y el dolor, obviamente, que hace su entrada con suavidad, sin dramas. Y en ese dolor se notan ausencias, frialdad e indiferencias que no dejan de sorprender; pero así es el teatro de la vida y hay gente que se centra más en el teatro que en la Vida. Et omnia vanitas.
Por muchas vueltas que le demos, querer, Amar, acompañar, solamente son tales en gerundio. Pero uno puede fijarse en eso, regodearse en aquellos a quienes le hubiera gustado tener cerca, o bien focalizarse en las sorpresas agradables. Ésta segunda opción, además de más justa es también más sana. Y a mi me ha alegrado y acompañado tanto el pésame de S.M. el Rey o una llamada de Granada como la presencia física de quien literalmente ha cruzado el Atlántico para estar; algunos tweets de Galicia, Valladolid, Getafe o Roma los he sentido tan cálidos como el abrazo de los que sin dormir, cogieron el coche desde Madrid rezaron, se hicieron presentes y regresaron de la misma; quien llegó de Viena, la conversación con mi Párroco de Madrid, la retransmisión casi en directo del acto teatral que ayer tuvo lugar en PS. Lo cierto es que, en estos momentos, cualquier manifestación de afecto –siendo sincera- es bien venida, sea como sea, email, teléfono, twitter, whatsapp, sms, telegrama o presencial.
Yo me quedo con la Vida que supone la muerte, ni con el vacío que deja, ni con un cuerpo en descomposición colocado en un panteón rodeado de antepasados; me quedo con la Vida. Me quedo scalando en Familia.