Creí que no podría ir, pero finalmente un Ángel de la Guarda hizo
posible que, aunque al caer la noche, estuviera allí. Este sábado se celebraba
el cuarenta cumpleaños de una persona extraordinaria, Miguel Ángel, (“el tío
Pipiolo”, como le llaman mis hijas), fiesta sorpresa organizada por Fany, su
novia, con el apoyo, trabajo y desvelos de Javier y Antonio. Yo dije que no
acudiría, porque otras obligaciones me requerían en Madrid, pero fue María
desde el principio.
Llegué a casa y recibí una llamada de Elías: "Vente para acá". Taxi, y
ese Ángel de la Guarda recibiéndome (jamás dejaré de impresionarme con la
cantidad de gente que el Señor pone en mi camino).
No voy a relatar la reunión de unos cuantos cuarentones. A muchos
de ellos hacía algunos años que no los veía, y a todos juntos quizás demasiados.
Simplemente quiero contar qué es lo que yo me encontré allí, que va mucho más
allá de un simple grupo de amigos celebrando un cumpleaños. Lo que vi fue algo
empujado realmente por el Amor, y desde hace muchos, muchísimos años.
Si yo estaba allí fue porque el Señor quiso que yo entrara un 4 de
noviembre en una biblioteca, Javier se me acercara y se me presentara la
imposible solución a una ἀπορία, de la misma
manera en que un 19 de mayo me quiso en una Capilla y que fuera yo quien se
acercara a Jorge; ambos venidos de lo Alto. Dos regalos que forman parte de mi
vida y mi familia.
Nada más llegar, sin haberme quitado aún el abrigo, me encontré con
la sonrisa abierta y franca de Elías; la sonrisa de una buena, buenísima
persona. Yo a Elías le quiero. Qué le voy a hacer, soy así. Y de eso me di
cuenta hace ya una barbaridad de años en Menorca. Esa conversación inicial,
sorprendente para mí, me llenó de alegría. No porque me enterara entonces de
que leía de vez en cuando mi blog, ni siquiera porque mediante estas entradas tuviera
noticias por primera vez de los Redentoristas; fue algo más. Un algo más
intangible que genera un claro sentimiento de comunión.
He podido disfrutar con el video que Javier y Antonio prepararon de
“el tío Pipiolo” recorriendo desde el primero sus cuarenta años. Y lo he
disfrutado con los ojos del abuelete de toda esa tropa; con unos ojos que se
han acostumbrado a mirar de otra manera, que han elegido mirar de otra manera. Por eso no he visto simplemente la
personalidad arrolladora y bonachona del cumpleañero (que no es que yo le
quiera, es que es así). He visto el Amor de Fany, su novia ("Sese, ¡cásate!" Fue
una especie de grito de guerra esa noche); he visto el Amor de sus hermanas; he
visto el Amor de sus amigos; he visto fidelidad –sí, fidelidad- tras el paso
del tiempo. Y todo ese Amor recogido y acogido en el Amor de Dios. Me gustaría
que muchos de ellos pudieran entenderlo así, pudieran darse cuenta de que
independientemente de los problemas cotidianos, de las rachas de la Vida, a
todos les (nos) cuida, les (nos) protege y les (nos) une el Amor de Dios. Que
son –somos- sus criaturas. Que está en todos y cada uno de ellos.
Que la grandeza reside en Su Amor, no en el nuestro; que la maravilla
de todo esto reside en que Él nos Ama por que sí y seamos o no conscientes de
ello. Que Su fidelidad es incomparable. Que es Su Amor incondicional el que le
hizo colgar de un madero. Me encantaría que todos sintieran, como lo hacemos María
y yo, que en Él está la Redención Copiosa.
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