Hay veces en las que el silencio parece hablar de una forma
mucho más expresiva y sorprendente que las palabras; parece incluso que grita. Cuando
esto sucede trae como resultado una comunicación realmente intensa. Aun siendo
necesarias las palabras, éstas no llegan a los labios. Para percibir esto no sé
si será necesaria una sensibilidad especial, una intuición especial, una
empatía especial, o simplemente querer a alguien. Querer porque sí, sin más
motivo que el impulso que viene de lo Alto y, por lo tanto, sin esperar nada a
cambio; absolutamente nada.
Ser consciente a veces de lo que entraña ese silencio produce
dolor, y se es entonces consciente de que amar duele. Y produce impotencia.
Como el dolor y la impotencia ante el hambre, la pobreza, las injusticias, la
guerra, el terrorismo, las exclusiones, la ignorancia. Uno puede tratar de
poner su granito de arena, de enfangarse, de ser el más minúsculo de los granos
de mostaza; pero sigue doliendo. Se puede ser o no consciente de que no es sino
entre muchos, con el esfuerzo individual, pero individual de muchos y, por lo
tanto, comunitario como quizás puedan cambiar las cosas, pero lo que no se
puede es cejar en el empeño.
Los gritos del silencio de un ser querido pueden no tener más
acogida que el abrazo y la oración; y estar presto a la escucha. Y recordarle con
Isaías que su nombre está grabado, también, en las palmas de nuestras manos.
Sea lo que sea lo que cause el silencio; sea lo que sea lo que causen los
gritos del silencio, ten presente Provervios 17, 17 (En todo momento ama el
amigo y es como un hermano en tiempo de angustia). Y aunque estas ocho manos
sean las últimas de una larguísima lista de manos tendidas, no dudes de que estarán
siempre dispuestas como si fueran las primeras.
¡Cómo no voy a rezar por ti!
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