Lo del P Fabriciano Ferrero CSsR no es normal. Seguro que hay
otras maneras mucho más acertadas de expresarlo, pero no me sale otra: no es
normal; es muy superior a lo normal. Cruzar unas cuantas palabras con él, siempre
sonriente, te deja con una sensación de paz especial. Si no solamente son unas
palabras, y la conversación se extiende algunos minutos uno rápidamente se da
cuenta de que está dotado de un intelecto privilegiado y cultivado a lo largo
de los años; sin embargo uno nunca se siente incómodo por eso. Al contrario, es
tal su humildad que se coloca con una facilidad sorprendente a la altura de su
interlocutor, sin darse la más mínima importancia, con naturalidad y poniendo
el peso y el centro en el otro, como si uno tuviera algo interesante que decir.
Su serenidad no puede venir más que de una fe robusta y contagiosa y se expande
en un discurso tan profundo como la espiritualidad que encarna.
Con estas características y contando con las lecturas de hoy,
domingo 14 del tiempo ordinario, su homilía en la misa de 12 en PS ha sido toda
una delicia. Habitualmente sus homilías no son precisamente breves, pero yo
hubiera deseado que no acabara. Capta la atención sin estridencias, inflama,
congrega, explica, centra, anima y enseña. Ha sido una plática eminentemente
didáctica, tanto desde el punto de vista histórico como teológico, pero
haciendo partícipe a toda la feligresía de la Palabra, animándonos a todos a
nos ser profetas en nuestro entorno y por lo tanto a serlo; a dejarnos llenar
de Su gracia, que nos basta en la debilidad; a gozarnos en el debilidad para
ser fuertes, especialmente hoy en día; a acrecentar nuestra fe para poder ser
Su instrumento; a ser humildes. La humildad de Dios, hijo de Dios, hijo de un
carpintero; le fe necesaria para cooperar con Él en los “milagros” de la vida
diaria.
“No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus
parientes, en su casa”.
Como, obviamente sin extrapolar, descoloca, asusta e incluso
incomoda a parientes y amigos –al menos inicialmente- aquel que abandona –de manera
aparentemente súbita- la tibieza y camina con pasos firmes y seguros, aunque
sean cortos; y si esos pasos son de dos y al unísono, con otros cuatro
piececitos, el miedo y la incomodidad para algunos se vuelven sorpresa y ánimo,
aliento y esperanza, momento en que el sorprendido es uno mismo. Pero entonces
uno se acuerda de la Aclamación de hoy (Lc 4, 18-19), de las lecturas, de la
homilía del P Ferrero, se fija en la estatua de un anciano obispo llamado
Alfonso, levanta los ojos y ve el Icono de nuestra Madre del Perpetuo Socorro y
el Sagrario, y no puede sino acariciar la Cruz que le cuelga en el pecho y abandonar
el templo de la mano de su mujer y sus hijas tranquilo y dispuesto a seguir
caminando.
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