Lo confieso Padre, el primer día de la Novena no era yo quien
estaba allí sentado, escuchando. Era un niño de siete años con el corazón
acelerado porque iba a recibir a Cristo por primera vez; ni era PS la iglesia.
Tuve que disimular que me secaba alguna lágrima cuando me vino lo que espero
sea un último recuerdo de aquella época. Y todo antes de la homilía, sólo con tenerle
a usted oficiando. Me costó pero me sobrepuse; no lo hice solo, fue, usted y esa
sencillez que al principio retumba, luego tumba y acaba recomponiendo. La
inmarcesible profundidad de la sencillez y la naturalidad, reflejo de una fe
que no se marchita.
Una sencillez que desarma, descoloca y centra. Una
profundidad accesible. Una fe atemporal y robusta. Una humildad que eleva y
contagia. Un misionero curtido. Una vida de entrega. Y tan normal. El
Evangelio. Y todo por María y para el pueblo de Dios. Eso, un sacerdote y
misionero Redentorista.
Ese primer día fueron las manos, animándonos a servir. El
segundo los pies, ajados por los caminos anunciando la Buena Noticia de
Jesucristo. Hoy los ojos... Un tempo in crescendo que me va levantando del
banco; pero sin estridencias.
La iglesia engalanada, componentes de los distintos grupos parroquiales
animando la celebración, los coros regalándonos sus voces, el fervor de los
fieles, las medallas sobre el pecho de los archicofrades, el templo iluminado a
toda potencia; todo perfecto. Sí, pero ahora que escribo esto me doy cuenta de
la gente tan querida del Presbiterio: los sacerdotes y dos jóvenes. Sin duda
ellos son el ramillete que más agrada estos días a la Virgen, formado por
aquellos que diciendo SÍ siguieron –siguen- los pasos de su Hijo.
Son sólo los tres primeros días de la Novena a Nuestra Señora
del Perpetuo Socorro; cada día voy a rezar, como homenaje a nuestra Madre. Cada
día voy a pedir y a agradecer. Cada día salgo dando gracias por haber estado
allí.
Ojalá el año que viene seamos más, porque esto, como todo lo
que se vive en el Santuario del Perpetuo Socorro de Madrid es digno de ser
vivido y compartido.
Tres días: las manos para abrir la puerta y ofrecerlas, los
pies para ir corriendo firme, los ojos que reflejan el alma y que reflejen la
mirada de Dios. Y llegará la boca para poder gritarlo.
D. Benigno: ¡GRACIAS!
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