Sinceramente, no tenía previsto volver a escribir nada hasta
que se hubieran cumplido otros tres días de la Novena a Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro. Pero justo hoy se han dado una suerte de casualidades –aunque
yo no creo en las casualidades- que han llevado a que me emocionara. Hoy
animaban el rosario, la Novena y la Eucaristía los catequistas de niños, el
grupo Scala y los padres de catecúmenos de Primera Comunión. Eso quiere decir
que yo no tenía que estar en el Presbiterio. Pero cuando entré en la iglesia,
una de las catequistas me pidió que la sustituyera con la Primera Lectura, de
modo que allí subí. Después de todo soy “catequista consorte” y Toya, mi hija
mayor, empezará el próximo curso la catequesis. De modo que, al igual que ayer,
leí la Primera Lectura. Siempre intento hacerlo con claridad, no para que se me
entienda, sino para que se entienda; me impone estar en el ambón acariciando
con mi boca la Palabra. No sé si “impone” es o no el término adecuado; no me
pone nervioso ni nada parecido, carezco de pánico escénico. Es, quizás,
reverencia. No me parece cualquier cosa, ni algo anecdótico, es precisamente aquello
con lo que finaliza cada lectura: Palabra de Dios.
El caso es que ahí estaba tranquilamente, en primera línea y
en casa –hace ya tiempo que alguien a quien quiero me dijo claramente aquello
de “esa es tu casa”, y lo es- celebrando en familia la Eucaristía en Familia,
en un templo abarrotado. Cuando llegó el momento de la paz se acercaron algunos
de los sacerdotes que concelebraban a quienes “animábamos” la celebración, el P
Nicanor, el P Olegario y el P Benigno que presidía. Fue este último, el P
Colinas, quien al darme la paz me dijo “hoy que es el día de los niños he
estado recordando cuando tú eras niño”; casi se me caen las lentillas. Yo, que
acudo cada día a disfrutar de verdad con sus homilías, que hago esfuerzos por
ser un señor de cuarenta y cinco y no un niño de siete cada vez que le veo, o
un señor con el corazón de un niño, tratando siempre de pasar desapercibido. Escuchar
esas palabras me hizo temblar; yo también estaba ahí para él.
No creo que lo olvide nunca. Hay dos abrazos de paz por un
sacerdote oficiante que no olvidaré jamás, y este ha sido uno. El otro fue el
abrazo de un hermano; algo mucho más restringido, en la capilla de la
Comunidad, con ocasión de la entrega de Diplomas de la JMJ. Un simple y largo
abrazo y un simple y eterno “la Paz contigo Enrique”. Dos signos y dos
misterios.
Es curioso, pero me he dado cuenta de que desde que soy feliz
ahí dentro, y sólo desde entonces, cada vez que durante la misa doy la Paz, sea
donde sea, lo hago de verdad. Creo que nunca antes lo había hecho en su pleno
sentido.
La Paz con vosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario