Una sociedad enrarecida, una sociedad enferma, una sociedad
ciega, una sociedad sorda, una sociedad sin corazón, un inmenso teatro de
vanidades. Y de repente te ves casi formando parte del teatro, como espectador
o como tramoyista, pero formando parte. Porque en el teatro sin los
espectadores no hay representación. Representación que mantiene estructuras que
se retroalimentan, nocivas en casi todos los sentidos.
Y cuando en plena representación te sientes firmemente bajo
la mirada del Señor, algo te golpea, algo se te rompe por dentro; quizás ese
romperse algo interior sea un tímido primer paso para romper cadenas. O puede
que el primer paso viniera antes, y de ahí la consciencia sobre trama,
argumento, actores y espectadores.
Pero tras ellos, tras toda esta representación, tras la
gigantesca hoguera de las vanidades, hay otro mundo que subsiste, que malvive,
que medio se mantiene, que lucha por salir adelante.
Sin juzgar, sin personalizar, pero con la realidad ante los
ojos. Algo tan asumido por muchos como natural que ni siquiera les hace
sentirse partícipes; otros ven un engranaje metódico y justo. Otros
conscientemente mantienen la locomotora en marcha.
Sabes que al rato volverás a tu cotidianeidad, y eso queda
tras de ti; o no. Puede ser una opción. Pero la opción de alguien ciego y
sordo. Cuando alcanzas el punto en el que nada te es ajeno, cuando de verdad
comprendes que el mundo no está formado por compartimentos estancos, cuando ya
no te es posible evadirte solamente te preguntas pero ¿cómo? No es solamente Jn
2, 13-22, son los Evangelios al completo, es la propia Vida, es aquello en lo
que crees, quieres y te comprometes. Ese “¿cómo?” te persigue a la espera de
respuesta. Buscas una mano, no para descargar sobre ella la respuesta, buscas
mano, oídos, hombros, para compartir y encontrar luz, para ayudarte a discernir.
Dar respuesta a ese “cómo” depende de uno mismo. El “¿cuándo?”
empezó al hacerte la pregunta.
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