Acabo de regresar a casa de dar un largo paseo por el barrio.
Tranquilo y solo. Uno parece fundirse con la noche y pasar desapercibido, como
una sombra más entre la gente, deslizando entre los dedos las cuentas del
decenario mientras medito los Misterios del Rosario. Me encanta rezarlo por la
calle mientras paseo, y comenzar a hacerlo al unísono con quienes lo estén
rezando en ese mismo momento. Al acabar, observando a las personas
que disfrutaban de la noche del sábado por Alonso Martínez, me he sentido
conscientemente –como tantas veces solía decirme mi amigo el P Borja Hernando-
bajo la mirada de Dios. No sólo yo, todas esas personas, matrimonios de mediana
edad, alguna familia completa y bastantes jóvenes. Todos bajo la mirada
comprensiva del Padre, aunque unos lo sepamos y otros no. Saberlo es una gracia
que te lleva directamente a sentirte amado, y esa es una realidad que compromete.
Compromete porque me ama tanto como a cada uno de los que por allí estaban,
tanto como a cada ser humano, y eso unifica. Unifica y compromete, es casi como
una obligación el hacerles saber que a ellos, aunque no lo sepan, aunque no lo
crean, aunque no lo quieran también les ama. Y por ellos como por mí envió a Su
Hijo, en el que está la Redención para todos.
De modo, que he tratado de convertir esa parte del paseo en
Oración dedicada especialmente a aquellos que buscan, que quieren creer, que
creen y no lo saben; a los que no le encuentran sentido a la Oración.
Fundamentalmente he recordado a los que no rezan porque no saben cómo, a los
que lo intentan, a los que no le ven sentido a la Oración. Intentarlo,
verbalizarlo, hacerlo por alguien querido es ya una Oración en sí misma y
seguro que muy apreciada desde Arriba. Creo que muchas veces tratamos de orar
desde nosotros mismos, y digo orar, pretendiendo hacer de la oración una varita
mágica de efecto inmediato. Mientras andaba, se me ocurrió que quizás, si
fuéramos capaces de abandonarnos, de olvidar ese yo que tanto pesa, y tratar de
mirarnos desde afuera, todo resultaría más fácil, y nos descubriríamos más allá
de ejercicios intelectuales. No hablo de repetir fórmulas, más bien de
ofrecimiento y vaciamiento para la escucha; no poner ni nuestro intelecto ni
nuestras fuerzas en ello, sino lo nada que somos, nuestra debilidad, nuestra fe
y nuestra falta de fe, para que sea Él quien obre.
Salí yo sólo, pero cuando de vuelta abría la puerta del
portal de mi casa me di cuenta de que venían conmigo mi mujer, mis hijas,
varios jóvenes, alguna señora mayor y un individuo con la cabeza muy dura, a
los que había ido abrazando al pasar cada cuenta.
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