No paro de aprender. Esto no es nada extraño, porque cuando
se parte de mínimos, o te quedas en ellos o vas ascendiendo. Así que, si no te
estancas en tu propia inoperancia, simplemente vas subiendo pasito a pasito, a
veces casi sin darte cuenta. Pues estos dos últimos días algunos acontecimientos
me han hecho mover los pies camino arriba por la escalera de la Vida.
He podido darme cuenta de que la educación, en ciertas
ocasiones, puede ser un obstáculo para la confianza (y lo sé bien porque a mí
me pasa demasiado a menudo, lo que me lleva a circunloquios y mensajes criptográficos).
Quizás más que educación es exceso de pudor por no ofender ni molestar, aunque
al final acabes metiendo la pata hasta la ingle (sí, lo confieso, también me
ocurre con más asiduidad de la deseable y aconsejable); o puede que te produzca
un desagradable ardor de estómago porque llanamente prefieres callarte lo que
llevas dentro antes de molestar a quien
quieres (que sí, que también caigo en esto, y para ello no hay ningún anti
ácido eficaz, ni siquiera el tiempo).
Ayer, una persona querida, cercana, una de esas extrañas
almas capaces de alegrarte el día con sólo cruzártela por la calle, me pedía
disculpas por si no acertaba al acordarse de mí para una cuestión bien
concreta. No es éste el caso que describo arriba, pero me ha hecho pensar en
ello. Este encantador, empático, inteligente, generoso y entregado ser humano
es, además, una bárbara persona de fe que te ayuda a crecer con el ejemplo de
su valía y su coraje. Estará, quizás,
cargada de defectos, como cualquiera, pero no los conozco, y aunque lo
hiciera no iba a escribir sobre ellos, que lo de la corrección fraterna se
soluciona con un discreto y bondadoso mano a mano, no con un ciberescarnio. El
caso es que me pedía disculpas por la posibilidad de no acertar, cuando en
realidad ponía ante mis ojos el inmenso regalo de que había pensado en mí ¡en
mi! El objeto del asunto no era precisamente para estar contento, pero después
de que me surgiera una simple reacción inmediata y casi instintiva, tras un día
de trabajo, de quehaceres cotidianos y oración, florece la maravilla de que
pensó en mí para algo relativo a su vida personal y familiar. No creo que sea
consciente, entre las otras muchas cosas que ya le dije, de lo importante que
ha sido para mí, porque me ha radicado plenamente como miembro de la comunidad en
la que crezco en la fe. Uno puede sentirse parte –ya, ya, porque sencillamente
lo es- porque participa, porque se ofrece, porque está, por mil motivos, pero
es una visión meramente personal; cuando a uno le requieren y es consiente de
que esa visión personal es compartida desde dentro y desde fuera…. Uuuuufffffff
¡qué decir! Nada más que gracias. Entre otros motivos, porque ha sido para mí
una oportunidad más para decirme: Enrique, ¿cuándo te dejarás de
tonterías?
Dicho lo cual, también he podido aprender que hay veces en que
cuando te dan las gracias debes aceptarlas. Sin más. Ni un “nos las merece” ni
frases similares, porque aunque no las merezca, quien las da de verdad se
siente bien haciéndolo.
¡Gracias por tu generosidad acordándote de mi!
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