Una Cruz procesional, veintisiete niños, un sacerdote
Redentorista y una iglesia abarrotada de fieles. No eran las 11,30 en punto,
pasaban ya algunos minutos, cuando daba comienzo la Eucaristía de las familias en la
Parroquia de la Inmaculada, en el Alto de Miranda de Santander con un Via
Crucis especial, porque fue preparado el viernes anterior por los propios
chavales, y cada Estación estaba señalada por un dibujo hecho por ellos mismos.
No es mi Parroquia – esa está en Madrid y es el Santuario del Perpetuo Socorro-,
pero quien llevaba la Cruz Procesional era yo, y entre el grupo de niños que la
seguían estaban mis dos hijas. En Santander, mi ciudad natal, casi nadie conoce
a esa iglesia por su nombre, sino que todo el mundo se refiere a ella como “los
Redentoristas”. Fue mi parroquia en mis años de infancia y juventud, allí
recibí mi Primera Comunión de manos del P Benigno Colinas, y tengo muchos y
gratísimos recuerdos entre esas paredes. Pero hoy yo estaba simplemente feliz, y me sentía
verdaderamente en casa porque era una parroquia Redentorista; punto. Ya no
conocía a un solo feligrés, pero estaba en casa. Quizás por sentirme parte de
esa Familia, y hacerlo excede a la adscripción a un lugar concreto.
Yo me siento así, y hay gente que debe intuirlo con nitidez,
porque ha dado lugar a un pequeño e intranscendente equívoco. Unas queridas
amigas religiosas me han visto como lo que no soy en realidad. Puede que en
ocasiones uno no sea más que un reflejo de sus propios deseos; eso es todo.
Pero en el fondo, aún teniendo que hacerlo en conciencia, me ha dado pena deshacer
el entuerto. Pero había que hacerlo, porque no es bueno sustentar irrealidades que equivoquen a la gente; es innecesario y absurdo. Eso sí, pongo en manos del Señor aquello a lo que yo no
alcanzo, confiando en que lo que yo no puedo Él lo podrá por muy difícil que me
parezca.
Y mientras tanto, más que al tran tran, con el mismo empeño y
con la misma ilusión y con toda la entrega de la que sea capaz.
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