Hoy mis hijas han asistido a su primer funeral. Ha habido
quien me ha dicho que cómo las llevábamos siendo tan pequeñas, que al menos
Paula debería haberse quedado en casa. Quienes me conocen saben bien que poco
me afectan esos comentarios; es más, casi me entristecen porque, quien los hace, medio deja ver
que tiene una idea oscura de la Iglesia, de la fe y de la Vida.
Yo decidí que mis hijas vinieran con María y conmigo por
varios motivos: porque vivimos desde que nos conciben y aprendemos a hacerlo
desde que nacemos, y la muerte es una parte más de la vida, no su final, sino
su culminación; porque queremos a uno de los dolientes de verdad, con las
entrañas, y cuando se quiere hay que estar, cuando se quiere la mera presencia
se transforma en cariño, en mano tendida, en una puerta abierta; porque ellas
querían abrazarle (un poco más y Toya le parte el cuello con el abrazo); porque
hay que aprender desde la cuna la diferencia entre el ser y el deber ser, y
hacerlo con naturalidad; porque es la familia entera la que tenía que estar y
quería estar en Familia; porque tienen que saber que querer a alguien no
significa simplemente pasarlo bien, sino que existe el dolor y el dolor se
puede enjugar en el paño de nuestros corazones; porque está muy bien contar,
pero hay que enseñar a vivir; por lo mismo que, todos juntos, estuvimos rezando
durante varios días al acostarlas por todos ellos; porque a vivir se aprende
día a día y según lo que la propia Vida nos va mostrando. Bueno, y porque me dio
la real gana, la verdad.
Y no me importaba nada que saliéramos a la hora en la que
suelen acostarse, ni que Paula se medio durmiera.
Está claro que quien me hizo el comentario en cuestión se
pierde algo muy, muy grande, porque no conoce ni a mi Parroquia, ni a esa
persona a quien queremos, ni a la Familia Redentorista.
Así que he de reconocer que, al escuchar al sacerdote, una
pequeña parte de su homilía, pensé: exacto, es que se trata de eso, Familia.