Hay ocasiones en las que uno se siente pequeño, muy, muy pequeñito,
aunque a la vez tremendamente afortunado. Acabo de vivir una de esas
situaciones. En mi parroquia, el Perpetuo Socorro de Madrid, hemos celebrado
una vigilia de oración uniéndonos a la campaña de Manos Unidas. Me he sentido
minúsculo participando en la oración, pensando que no soy más que una gotita en
un océano de fe; me he sentido diminuto al contemplar a un sacerdote que adora
a su grupo de jóvenes, que se entrega a su grupo de jóvenes, que se desgasta
por ellos; a unos religiosos, Redentoristas, que se desviven por todos
nosotros, porque la parroquia sea un germen de fe para nosotros y para el
mundo; me he sentido insignificante entre tanta gente buena y entregada. Y
todos queridos
Pero confieso aquí que al mismo tiempo me he sentido
afortunado y grande. Afortunado por estar allí formando parte de una Familia
universal que es la Iglesia, formando parte de la Familia Redentorista junto a
mi mujer y mis hijas (Paula, la pequeña, se quedó dormidita casi antes de
comenzar) que nos acogieron desde el primer momento como si siempre hubiéramos
estado allí. Y grande, inmensamente grande porque sé que Dios me ama y pensó en
mí desde el principio de los tiempos. No sé si dudó o no, pero el caso es que
decidió crearme, a mí. Una creatura suya, producto de su amor. Y encima va y
piensa en María también, y nos regala dos niñas y una comunidad fuera de lo
común. Cuando más lo necesitaba ahí estuvo Él, en la mano de un gigante
innombrable.
Reunidos como gesto por los más necesitados que no pueden
acceder a un sistema sanitario mínimamente justo. Pero no podía dejar de pensar
en todos los niños que estaban con nosotros y en Damián y Juan Antonio; y los
jóvenes, ese grupo de chicos entregados a los que tanto quiero y admiro,
buenos, buenos de verdad y acompañados por quien mejor puede encarnar esa
propia definición. Y varias familias más de nuestro grupo de matrimonios con
Octavio; y tantos mayores de quienes aprender, y el P Nicanor, el P Olegario, el P
Antonio, el P Manuel, el P Rafael…. Y Pedro, que simplemente es eso, Superior.
AFORTUNADO ¿o no?
Entre todos nosotros, como quien no quiere la cosa, una
persona a quien conocí la tarde anterior, en la reunión para preparar la
Vigilia. Una persona normal y corriente. Se llama Regina y es ginecólogo. Nos
contó como lo más normal cómo, debido a su experiencia misionera, a pesar de
ser de letras puras, eligió medicina precisamente para poder ayudar como médico
a los más necesitados. Y así lleva unos veinte años, entregando su tiempo y su
trabajo en aproximadamente dos viajes anuales a África. Y yo ahí. ¿Es o no para sentirse diminuto? Pero al mismo
tiempo, una vez más, grande. Sí, grande. Porque allí estaban mis hijas pudiendo
vivir todo eso con naturalidad. Cómodas, en casa. Rodeadas de gente a la que
quieren (Jorge, Lalo, Cris, Damián, Manuela…), en una Comunidad inmejorable. Y
todos acompañados y sostenidos por la Congregación del Santísimo Redentor. Como
padre ¿es o no para sentirse inmenso? Por toda cena pan, agua y vino. ¿Poco?
Qué va, nada llena tanto como esta gente; nada llena tanto como el Amor de
Dios.
¡Cómo debe estar de contento ahí Arriba un tal Alfonso!
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