Hoy he vuelto a mi infancia, al lugar en donde me enseñaron a
orar, a hablar con Dios, a ser realmente consciente de que me amaba, a mí, a un
niño llamado Enrique. Seis años, sentado en el suelo ante el Santísimo en
pequeños grupos. En aquella Capilla, en la Cuaresma de 1973, sentí por primera
vez un intenso calor. Asustado, empecé a aprender a callar.
El de hoy no ha sido mi mejor día; difícil, inquieto, torpe y
extraño. Como cada jueves he acudido a la Oración a PS, pero hoy había algo
diferente, especial. Ese algo diferente hizo que bajo la barba, las gafas y la
ingente capa de grasa de un señor de 45 años aflorara un niño de 1º de EGB, con
sus rizos rubios sobre la frente; el corazón de los dos era uno, y sintió el
mismo calor que entonces, pero la madurez y las incontables piedras con las que
he venido tropezando a lo largo del camino de mi vida marcan la diferencia,
porque ni el niño ni el hombre tuvieron ya miedo sino una paz casi perfecta. La
misma persona ante el mismo Cuerpo de Cristo. Como cada semana, pero con una
alfombra roja de diferencia. No recuerdo el color de aquella sobre la que yo me
sentaba de niño, pero esta era roja. Sobre ella, a los mismo pies del altar, a
los pies de la Custodia, un grupo de jóvenes adorando al Señor. Recogidos, con
el impresionante respeto que dan la normalidad y la confianza. Las velas
iluminando repartidas, y el incienso elevando nuestra oración. Yo esta tarde
quería presentarle, entre otras cosas, el sufrimiento del abuelo de uno de
ellos, y lo he hecho, pero era casi innecesario porque la fe, la actitud y la
vida de ese chico arrodillado en el suelo hacen que su oración llegue a varios
cuerpos de distancia de la mía.
Al contemplar al Señor era imposible no ver a esos muchachos;
no conocía a todos, solamente a tres, y los quiero aunque haya a quien le
cueste creerlo. Sobre esa alfombra roja he creído ver a un niño pequeño,
impresionado, confundido, comenzando su vida de preguntas sin respuesta.
Además, hoy la Oración ha sido muy especial porque dos
Redentoristas nos ofrecían la oportunidad del sacramento de la Reconciliación.
Y eso era lo que yo necesitaba. En el confesionario entró un torpe señor de 45
años, y de él salió un niño feliz de seis queriendo correr hacia la alfombra a
adorar en silencio. Y el hombre sentado en su banco se vio sorprendido por una
lágrima.
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