Esta mañana ha sonado mi teléfono, era un amigo con el que
hacía tiempo, quizás demasiado, que no hablaba. De vez en cuando lee lo que voy
publicando en el blog, y estaba preocupado de verdad: “¿Te has vuelto loco? ¿Quién
te ha comido la cabeza? ¡Esa gente te ha comido la cabeza! Sí, si siempre has
sido de ir a misa, de no hacer demasiadas tonterías, religiosillo, pero de eso
a lo que leo……”. Me dejó sencillamente anonadado, sobre todo porque me confesó
que en algún momento de nuestra juventud “temió” que me encaminara fuera del
mundo. No quise preguntarle a qué gente se refería, porque estaba bastante
claro, y por ahí no iba a pasar.
Alguna broma de por medio, pero no quise cambiar el tercio,
quise afrontarlo y despejarle – o aumentarle- sus miedos. Por un momento
comprendí toda la esencia del salir –que no abandonar- del templo para bajar al
fango, que escuché en alguna homilía, y sus consecuencias.
Ha sido una conversación larga y densa, un pelín incómoda y
que acabó con un “no, si me parece muy bien” por su parte.
Las gotitas que han colmado el vaso se refieren al
voluntariado que realizo y al Curso de Voluntariado al que me he apuntado (leyó
estas dos entradas al tiempo y creo que se empachó).
Yo fui todo lo claro que pude. Y veo que sí, que tengo que darle
la razón: me he vuelto loco. Y qué felicidad cuando uno enloquece por Él, por
expresarlo de alguna forma. Pero así son las cosas. Estamos donde estamos por
algo y para algo. Nos relacionamos con la gente por algo y para algo. Podemos
verlos desde el egocentrismo o desde la gratuidad, es decir, como objetiva
presencia de Dios para los demás, como cooperadores de la acción de Dios. Cada
gesto, cada palabra, cada actitud tiene un efecto multiplicador y expansivo en
los demás. En este punto, nuestro libre albedrío, la libertad total que nos da
el Creador, es optar por ser cooperantes de su voluntad, un remedo de su Luz en
el mundo, o desentendernos. Algo así como actuar, vivir, no tanto por Él como
con Él. Y hacerlo siendo portadores de un mensaje inequívoco de transcendencia,
presencia real del Misterio. Y, como consecuencia, alegres.
Moverse por moverse genera inercia, una inercia finita. Hay
un verso de Juan Ramón Jiménez, “y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”,
que me produce frialdad y tristeza, sensación de punto y final. El mundo
continúa como si nada, y mi tiempo simplemente se agotó; sin más.
Sin embargo, Cristo nos liberó de la muerte, vino a
liberarnos de la muerte del pecado y de la carne; su Resurrección es la puerta
abierta a la nuestra; su Vida el mensaje y la pauta para acercar el Reino a la
Tierra. Vivir en los demás, con los demás, para los demás es hacerlo en, con y
para Dios.
El buenismo por el buenismo, la filantropía, la solidaridad
desnuda están bien en cuanto mejoran las condiciones de vida de la gente, pero
si todo eso no se convierte en auténtica caridad, si no va impregnado del
sentido de transcendencia, si no lleva anexo e indisoluble el anuncio de la
Buena Nueva, estaremos generando pura y llanamente increencia, y castrando la
verdadera Esperanza de nuestros semejantes.
No soy ni mejor ni peor que quien me llamó esta mañana por
teléfono; la diferencia, quizás, es que sí, definitivamente me he vuelto loco. Se ve que en casa hemos perdido la cabeza.
Genial la locura.
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