Ayer tuve el privilegio de visitar el Museo Dolores Sopeña en la
calle Francisco de Rojas de Madrid. Ni es un lugar cualquiera, ni fue una
visita cualquiera. Me invitó inmerecidamente una amiga, Mane Arenas, Catequista
del Instituto. Una explicación detallada y apasionada; en cada parada, en cada
explicación, sus ojos irradiaban no solamente la filial devoción a su Beata
Fundadora, sino la satisfacción por su vida. Una vida dedicada a llevar a
Cristo a todos, a "hacer de todos una sola familia en Cristo Jesús". La sonrisa
de Mane es reflejo de la bendición que para la Iglesia supone este carisma
concreto.
Me sorprendió conocer que Dolores Rodríguez Sopeña, empezara
su fundación con una organización de laicos antes que con la del propio
Instituto. Quizás por ello la relación actual, más que de descarga de su
trabajo, es de colaboración real, mano a mano con ellos, unidos por una misma misión.
Fruto del cariño y la confianza en un común amor por Cristo –
y líbreme Dios de compararme con una religiosa- la “instrucción” sobre la obra
de esta beata se fue adornando con anécdotas personales y algo más que una
confesión por mi parte. Yo estaba mucho más que cómodo y mucho más que
interesado. Hubo un momento en el que me relató cómo al principio se llamaban
Damas Catequistas. Casi no me lo podía creer: “¿Qué vosotras sois las Damas
Catequistas?” Si ya es curioso comprobar cómo la Vida va entrelazando
relaciones fructíferas, lo es más aún cuando te retrotraen a tu infancia
y a los relatos de mi abuela sobre estas extraordinarias mujeres en Santander.
No me tomé la visita como un rato cultural, sino como una
experiencia religiosa, y puede que por eso tuviera la sensación de estar
recorriendo la vida de una santa de la mano de un ángel (la sonrisa de Mane y
sus hermanas, la serena felicidad que irradian siempre me dejan esa sensación).
Además de la expansión y evolución del Instituto en sí mismo, me impresionó de
una manera especial la capilla, levantada en el preciso lugar en el que estaba
la habitación desde la que Dolores subió al cielo. Estar allí, ante el
Santísimo, en el mismo sitio en el que una Beata en proceso de canonización se fue
para abrazarse al Redentor, donde la Fundadora de este Instituto Religioso “murió
de amor”, fue algo intenso.
La labor que desarrollan en Hispanoamérica y Europa bien
directamente, bien a través de sus laicos es simple y llanamente extraordinaria.
Al acabar subimos a su casa, donde me presentó a varias
hermanas y tuve la inmensa suerte de poder compartir, junto a Mane, un café con
Beni. Ella estuvo destinada en Santander, y departimos con ilusión sobre su
época en mi ciudad natal, amigos comunes de allí, mi amor por los Redentoristas,
mis hijas, mi mujer, mi Familia. Benita desprende la misma dulzura, y nada más
saludarla te rindes ante lo que se vislumbra como una inteligencia fuera de lo
común, constatada a lo largo de la conversación, y adornada con una simpatía
innata.
Lo que inicialmente se preveía como una visita de veinte
minutos, acabó en hora y media de una gozosa charla en la casa de unas mujeres
extraordinarias.
Recomiendo a todo el mundo la visita a este museo; con ella
se podrán acercar a un carisma impresionante y comprobar que las oportunidades
de entregarse están a la vuelta de la esquina.
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