Después de muchísimos años me he encontrado por la calle con uno de mis profesores del colegio. Fue mi profesor de inglés durante varios cursos. Le paré y me conoció, y eso a uno ya le anima. Siempre fue un gran tipo, un muy buen profesor y una persona ecuánime y serena, y poder decir eso de los profesores de mi colegio es ya decir muchísimo. Charlamos durante un buen rato en el que él manifestó su añoranza por aquellas épocas y se quejaba abiertamente tanto de los alumnos como de los padres de ahora. Un canto a la falta de respeto, a la falta de educación, a la violencia verbal, al ninguneo al profesor; desprecio absoluto por el esfuerzo, la valía personal, la autoridad e incluso el pasado. No todos, pero sí un porcentaje muy alto. Nada nuevo, porque es algo que se repite casi en cada centro escolar, y eso que este es de lo mejorcito de Santander.
Yo, todo lo suave que pude, le dije que una parte muy importante de ese resultado se debe directamente a ellos mismos. Pasamos de besar las manos a los sacerdotes (todos con sus sotanas impolutas), tratar de usted al profesor, ponernos en pie cuando alguien mayor entraba en el aula, guardar silencio, pedir permiso mano alzada…… a que a la vuelta de un verano, de repente y sin periodo de adaptación, reinara el colegueo más absoluto. Todos los sacerdotes de calle (y que conste que me parece muy bien) y a tratarles de tú; los profesores ya no eran “don” sino un colega más al que tutear. La autoridad pasaba a discutirse porque todo se votaba; entrara quien entrara en el aula no sólo no te levantabas, sino que aprovechabas para hablar ese ratito. No fue el cambio de una ley de educación, fue un cambio de mentalidad voluntario, que no simplemente de estética. Un cambio de la noche a la mañana que venía a tirar por tierra todo lo que se había venido enseñando, a modo de “lo que os enseñamos no vale, ergo no creemos en ello, lo de ahora sí que ya somos super modernos y en esto sí que creemos”. Empezaron a criarse unas generaciones perdidas, pero no solamente por los Gobiernos de turno; muchos educadores son también y en gran medida responsables, los mismos que ahora se lamentan sin reconocer su error.
Comprendo que quizás fueron momentos difíciles, de transición y adaptación en todos los sentidos, pero en muchos casos no se supieron hacer las cosas lo suficientemente bien. Pasar del rigor de una época al rollito amigos de un día para otro es lo que tiene.
Me dio la razón, quizás porque ese profesor, que jamás levantó la voz, que jamás insultó a un alumno y al que jamás nos vimos obligados a tutear de repente, fue un auténtico ejemplo se sensatez. Y cómo se agradece la sensatez en un país acostumbrado a ir del blanco al negro sin prestar la más mínima atención a la escala de colores.
No sé si en algún momento seremos capaces de abandonar los bandazos.
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