Me dijeron que era mi Amigo, casi sin enterarme, sin ser apenas consciente y de una manera natural; a medida que crecía me hablaban de mi Amigo. Me aseguraron que era mi Amigo, y yo me lo creí, y confié.
Y me pasé mi infancia y mi adolescencia refugiándome en su amistad. A veces me susurraba; desde muy pequeñito creía sentir en mi corazón la cálida compañía de mi Amigo; y era tan, tan agradable. Y el niño fue creciendo, obviamente al mismo ritmo que el resto. Un chico normal y corriente, como cualquier otro; quizás un poco más introspectivo, quizás un poco más serio. Puede ser esa la razón por la que parecía más abierto. Da igual, cada uno tiene su carácter. Nunca conté a nadie que yo tenía un Amigo, ni siquiera cuando vinieron abiertamente a hablarme de Él, a preguntarme por Él.
Llegó un momento en el que parecía que mi Amigo quería más; el calor se hacía más intenso. Y me asusté. No supe ser el amigo que Él pedía. Ni siquiera sé qué quería porque decidí no escuchar; aunque en el fondo de mi corazón continuaba sintiendo el calor de mi Amigo, que en silencio y acurrucado en mi interior me parece ahora que permanecía a la espera. La torpeza indecible de un cobarde; COBARDE, así con mayúsculas.
Y pasaron los años, muchos años hasta que un día, no sé cual ni por qué, el Amigo acurrucado comenzó a desperezarse de nuevo dentro de mi, pero en esta ocasión fui yo quién le preguntó: "Eh, ¿qué quieres, lo que sea, pero dime qué es lo que quieres? porque ahora yo estoy aquí, y estoy dispuesto". Y se me presentó; sólo quería hacerme un regalo infinito: María. Así, tal cual. Sin apellidos, sin origen, sin saber nada de ella: "aquí me tienes, ahí la tienes para ti desde el principio y hasta el fin de los tiempos". Nos casamos, nos regaló dos niñas, y se guardó otras dos criatura para Él.
Y seguía siendo mi Amigo, y como tal recogió mis pedazos; sé muy bien cuándo, cómo y por qué. Un Soplo me llevó hacía un maravilloso Santuario, encontré a un alquimista, y mi Amigo quiso continuar desentrañando el ovillo de mi corazón. Como por un agujerito empezó a tirar del hilito, a deshacer la madeja; unas veces lentamente, otras con tirones fuertes y firmes, hasta que yo mismo decidí asir la lana y de un golpe seguro dejar suelto el hilo. Y ofrecérselo: tuyo es Señor, tricota con él el resto de mi vida. Con mi familia, con mi mujer, con mis hijas. Nunca solos. Siempre en Familia y contigo.
El alquimista, me presentó a su "padre", y me cautivó. Fui pidiendo más, leyendo más; a cada página quería más, les quería más. Y en poco tiempo he descubierto otra Familia que, con la propia, no quiero abandonar nunca. En ella quiero que crezcan mis hijas, en ella quiero que vayamos creciendo María y yo. De la mano de San Alfonso y entre sus hijos. Y entre ellos, entre los miembros de esa Familia Redentorista acabo de VIVIR una de las experiencias más extraordinarias para cualquier ser humano: he vuelto a ver a mi Amigo. Dicen que éramos unos dos millones de personas reunidos por Él y para Él entorno a un Pedro anciano. Y en la mirada de ese Pedro anciano pudimos ver el Amor, como entre los peregrinos, los voluntarios, niños, ancianos y sobre todo jóvenes (los protagonistas reales de la reunión). Todos felices por el Amigo común, expresando una misma fe; una masa viva, joven y activa de católicos. Mi Amigo estaba en cada rostro, en cada mano, en cada esfuerzo, en cada sonrisa, en cada gota de sudor y también en cada lágrima.
Pero me han contado que el rostro de mi Amigo estaba también en otros ojos. De primera mano me lo han contado: Una persona volvió a su casa andando desde de Sol. Había acompañado a algún paso del Vía Crucis esa noche, y junto a un pequeño grupo llegaron a la Plaza del Rey desde donde decidió continuar a pie. No recuerdo si me dijo que eran la una o las dos de la mañana. Calle Barquillo arriba, junto a otros tres chicos se quedó tranquilo al dejarlos casi en la puerta de su casa, y siguió su camino; feliz. Me transmitió que iba inmensamente feliz tanto que no se sentía ni siquiera cansado. Al embocar la calle Campoamor los vió, tranquilos, pacíficos, sentados en un portal. Vió lo que iba a suceder y sólo pudo recordar unas palabras: sed el rostro de Cristo. Y sin querer reaccionar ni tener tiempo dos le cogieron desde atrás por los brazos; al parecer el que le agarró del brazo izquierdo era realmente fuerte, los otros no eran más que dos chavales y uno no estaba ni siquiera indignado. Miró a los ojos de éste y no acertó más que a mascullar "mártires de Cuenca protegedme" para decir en alto, sereno y seguro: "sabed simplemente que os perdono". Ese niño, el que le iba a escupir dijo que le soltaran, y así lo hicieron. No pasó más. Fue simplemente eso. Pero esa persona reconoció a mi Amigo en el fondo de los ojos de aquel chiquillo. Cruzó Génova, Almagro, anduvo un poco más hasta que llegó a su casa. Por el camino no paraba de pensar en San Alfonso, porque si alguien estaba necesitado de auxilios era aquel joven. Realmente habría querido abrazarle, pero sólo acertó a hacerlo con la mirada.
Desde que me relataron esta historia real pido por ese chaval, que no se pierda en la avalancha del dejarse llevar, en la masa del sinsentido. Y pido a nuestro Amigo que cuide de él. Por lo que me han dicho de su mirada él también se dejó tocar por la JMJ, aunque probablemte hasta la semana pasada nadie le había hecho saber que también es su Amigo.
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